Una Historia Común en un País de Promesas

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Silvia Madrid.

Me llamo Jonathán, pero mi nombre es lo de menos, puede ser Pedro, Juan o Francisco. Y hoy morí, a los 19 años. Esta es mi historia.

No, no fueron causa de mi muerte las drogas, las peleas o las malas compañías, fue la pobreza. La pobreza que también mata cuando no tienes oportunidades, alimentos, servicios de salud y por supuesto ni recursos.

Mi padre murió de cáncer cuando apenas era un niño, y no entendía ese irremediable y seguro destinos de todo ser vivo: dejar este plano físico para siempre, sólo me fui acostumbrando poco a poco a su ausencia.

En mi casa –si se le puede llamar así a dos cuartos de cartón y madera sin los servicios básicos- nos “colgábamos de la luz con un diablito, y el agua la conseguíamos con una vecina que nos la vendía tan cara que con eso pagaba su recibo mensual- Faltaba todo pero sobraban amor, buenos ejemplos y comunicación: ahí aprendí los valores que condujeron mi corta vida: respeto, solidaridad y trabajo.

Entre esos valores destacaban el amor y el respeto a los animales, por eso crecí rodeado de ellos, con quienes jugaba y reía, y compartía a veces mis pocos alimentos, aunque la mayoría de los días ellos conseguían su sustento con los vecinos… o entre la basura.

Mi padre murió cuando yo estudiaba la primaria. Dejé la escuela para empezar a trabajar. De él aprendí algo de jardinería; lo básico: limpiar, cortar el zacate, podar árboles y cultivar macetas y plantas. También a eso se dedican mi mamá, mi hermano mayor y mi hermana menor. Yo soy el de en medio. Mi hermano el mayor corrió la misma suerte: dejar la escuela para trabajar.

Vivíamos en un asentamiento irregular que estaba entre un arroyo y un fraccionamiento. Recuerdo que cuando mi padre murió por falta de atención médica para combatir su cáncer, los habitantes del fraccionamiento, los más cercanos a mi “casa” nos apoyaron económicamente para pagar el funeral. Ocasionalmente nos regalan la ropa o zapatos que sus hijos desechaban en buenas condiciones, y con despensa.

En una temporada de lluvias fuertes mi “casita” se cayó. El caso salió en un periódico gracias a una vecina que llamó para pedir ayuda. Los días siguientes fueron para mí como me imagino son las Navidades de mucha gente: regalos y regalos y regalos, y alegría, y felicidad y sonrisas.

Llegaban materiales para “reconstruir” la casa y así fue; como sabíamos algo de albañilería, pues nos fue un poco mejor. Y no se diga los muebles nuevos y usados que nos llevaron. La gente que leyó la noticia se volcó con obsequios; hasta un refrigerador nos regalaron; cajas y cajas con comida que incluso yo nunca había visto o no recordaba como chocolates y cereales: ropa, juguetes y tantas cosas. Esos días fui muy feliz, y mi mamá y hermanos.

Con esos regalos llegó una beca para mi hermana que logró lo que nosotros no pudimos: terminar la preparatoria. Con frío, viento o calor ella hacía sus tareas en las banquetas afuera de las casas de los vecinos que le regalaban el acceso al internet, con un teléfono que fue parte de la beca porque de computadora ni hablar.

Todo lo anterior me pone a pensar en los gobiernos, los políticos, los funcionarios públicos, las campañas y las mismas promesas que hacen siempre que se dan baños de pueblo para conseguir votos y llegar al poder, donde una vez ahí parece que se olvidan de todo: muy bien vestidos, en autos de modelos recientes, perfumados, acudiendo a los mejores restaurantes y con sueldos que son un insulto para sus “representados”.

Aunque no todos son así, quienes sí piensan en los más desprotegidos no pueden hacer mucho pues no basta la buena voluntad: y cuando se logra, los programas, ayudas, servicios y demás, no llegan a quienes verdaderamente los necesitamos, pues por su excesivo trabajo delegan acciones y labores en personas que no funcionan o no quieren funcionar.

Habría que cambiar empleados y reglas, adecuar leyes, establecer estrategias de operación y difundir intensamente todo eso que se realiza pensando en los más marginados. No pedimos ayuda sino oportunidades de trabajo para salir adelante; esos trabajos que pregonan y prometen en cada campaña: dignos y con salarios que cubran las necesidades, al menos las elementales. Pero siempre era lo mismo desde que tenía uso de razón; trabajar por unas monedas para sobrevivir es la realidad de la gente como yo; es como vivir en un mundo aparte, donde la pobreza es el común denominador, son realidades alternas.

Llego a la conclusión de que la sociedad, en mi caso los vecinos, son quienes unen fuerzas, recursos y buena voluntad para ayudar al prójimo verdaderamente. Por eso creo en la gente, y me voy creyendo en la gente común que me ve como su igual sin juzgar mi imagen y mis carencias.

Hoy igual que mi padre, muero por falta de atención médica, sin recursos, sin seguridad social: dejó a mis dos hermanos, a mis dos tíos y a mi madre, ésta última casi ciega a sus 40 años por una diabetes no atendida por las mismas razones.

Está por terminar la pandemia y nadie en mi familia sabe lo que tengo: resfrío, alergia, covid… Me duele la cabeza, todo el cuerpo, tengo fiebre y muchas dolencias más; me ha envenenado una garrapata con su picadura, pues abundan en los entornos de tierra, a donde tampoco llega el pavimento ni la recolección de basura. Pero ya no me importa, voy a descansar, extrañaré a mi familia y a mis perros. Creo en Dios y sé que estaré mejor.

Hoy morí, y esta es mi historia, la historia de mi pequeña vida.

Staff de Notiissa.mx

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